¿Cómo defender la fe ante los escándalos de la Iglesia?

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Cuando se intenta hablar de la Iglesia Católica como la verdadera Iglesia fundada por Jesucristo, muchas veces la conversación se desvía hacia las épocas más dolorosas y oscuras de su historia: papas corruptos, nepotismo, escándalos, abusos, la Inquisición, las Cruzadas… ¿Cómo responder a estos ataques? ¿Cómo compartir la fe sin quedar paralizado por la vergüenza ajena de los pecados cometidos por miembros de la Iglesia?

He aquí una mirada honesta, firme y profundamente cristiana sobre cómo afrontar este tema con serenidad, sabiduría y esperanza.

1. Sí, ha habido pecado en la Iglesia. Negarlo sería mentir

La historia no necesita defensores ciegos, sino testigos sinceros. Nadie puede negar que a lo largo de los siglos ha habido momentos escandalosos en la Iglesia: clérigos que buscaron poder, riquezas y hasta manipularon cargos sagrados para favorecer a sus familias (nepotismo). Incluso algunos papas vivieron de manera vergonzosa y mundana.

Pero es fundamental aclarar: la Iglesia no es santa por la perfección de sus miembros, sino porque Cristo, su Cabeza, es Santo y Santificador. Él mismo lo dijo: “No he venido a llamar a justos, sino a pecadores” (Mt 9,13). Desde Judas hasta los tiempos modernos, el Cuerpo de Cristo ha tenido miembros enfermos, pero el alma de la Iglesia sigue siendo el Espíritu Santo.


2. La Iglesia, aún herida, no ha dejado de enseñar la verdad

A pesar de los escándalos, la Iglesia jamás ha alterado la enseñanza esencial de Cristo. El mismo Catecismo de hoy proclama las mismas verdades que predicaban los Apóstoles: la dignidad del ser humano, la Eucaristía como presencia real, la necesidad de la gracia, la moral natural, y la esperanza en la vida eterna.

Como dijo el beato John Henry Newman, converso del anglicanismo al catolicismo:

“La Iglesia ha sobrevivido a tantos siglos de escándalos porque su fundamento no está en los hombres, sino en Dios”.

3. ¿Es justo juzgar a toda la Iglesia por los pecados de algunos?

Aquí conviene hacer una distinción necesaria: la Iglesia es una madre, no una multinacional. Sus miembros, aun los consagrados, son libres y capaces de pecar. Pero juzgar a la Iglesia por los actos de algunos de sus miembros es como juzgar a toda la medicina por culpa de un médico corrupto, o condenar a la educación por un mal maestro.

Y, ¿quién ha sido capaz de producir santos en toda época y lugar como la Iglesia Católica? San Francisco de Asís, Santa Teresa de Ávila, San Maximiliano Kolbe, Santa Gianna Beretta Molla, San Óscar Romero, Santa Teresa de Calcuta… ¿Dónde más florecen estas almas heroicas?

4. La verdadera Iglesia es la que permanece



Los imperios han caído. Las herejías han desaparecido. Las ideologías vienen y van. Pero la Iglesia Católica sigue en pie, predicando, bautizando, celebrando la Misa, enseñando la misma fe desde hace dos mil años. Y eso, por sí solo, es una señal de la promesa cumplida de Cristo:

“Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella” (Mt 16,18).

5. El mejor argumento es tu propia fe vivida

Más allá de los debates históricos y apologéticos, lo más poderoso que puedes mostrar es tu propio testimonio de fe. Cuando alguien se burle o te confronte, responde con paz:

“Yo no sigo a los hombres: yo sigo a Cristo. Y es en su Iglesia donde lo he encontrado vivo, presente, perdonando, sanando, alimentándome con su Cuerpo y su Palabra. Los escándalos me duelen, pero no me apartan de Aquel que dio la vida por mí.”

6. Ama a quienes atacan. Muchos lo hacen por heridas

No todos los que atacan a la Iglesia lo hacen desde la malicia. Muchos han sido heridos. Otros fueron mal informados. Algunos simplemente repiten lo que escuchan. No les respondas con desprecio, sino con caridad y firmeza. Reza por ellos, y sigue compartiendo la luz con humildad.

Conclusión: Una Iglesia de santos y pecadores, sostenida por Cristo

La historia de la Iglesia es una historia de gloria y de cruz. Y precisamente por eso es creíble: no es un cuento de hadas, sino un misterio divino que se despliega en la fragilidad humana. Como decía San Agustín:

“La Iglesia es una prostituta en su apariencia, pero una virgen en su esencia, porque es desfigurada por los pecadores, pero permanece pura por la gracia de Cristo.”

Si quieres conocer la verdad de la Iglesia, no la juzgues sólo por los traidores. Mira también a los mártires. A los santos. A los confesores. A los misioneros que dieron su vida. Allí encontrarás a Cristo, vivo, silencioso, paciente y triunfante.

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