Santa Catalina de Siena, laica dominica, mística y Doctora de la Iglesia
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En el corazón del convulso siglo XIV, cuando la Europa cristiana se tambaleaba entre guerras, pestes y cismas, el Señor escogió lo débil del mundo para confundir a los sabios. Yo nací en Siena, en marzo del año 1347, hija de humildes padres, la vigésima cuarta de veinticinco hermanos. Sin preparación académica, pero con un corazón encendido por el amor divino, fui llamada desde niña a una unión íntima con Cristo. A los seis años, el Señor se me mostró en visión, y desde entonces, le prometí mi virginidad.
Rechacé el matrimonio y me consagré en oración, ayuno y penitencia. A los quince años, entré en la Orden de las Mantellate, mujeres dominicas laicas consagradas a la penitencia y al servicio. Allí, en el silencio de mi celda interior, el Amado fue formándome, revelándome que el amor a Él no podía separarse del amor al prójimo.
Mística y servidora de los pobres
A los veinte años, el Señor me desposó místicamente. Tres años después, experimenté una muerte mística, donde comprendí que la verdadera vida sólo se halla cuando se entrega totalmente. Desde entonces, mi vida fue oración ardiente, atención a los enfermos y consuelo para los pobres. La caridad me llevó más allá de las paredes de mi celda.
A pesar de calumnias y sospechas, Dios me rodeó de discípulos —laicos, religiosos, clérigos— que anhelaban comprender el fuego de mi fe. Juntos formamos una familia espiritual al servicio del Evangelio.
Apasionada por la Iglesia, mediadora por la paz
Desde 1372, el Señor me envió como mensajera de paz entre ciudades enfrentadas y consejera de prelados y príncipes. No busqué poder, sino obedecer a Cristo crucificado, cuya sangre clamaba por la unidad y la conversión de su Iglesia.
Viajé hasta Aviñón, al corazón del papado exiliado, y hablé con el Papa Gregorio XI con santa parresía, exhortándole a regresar a Roma. Y, por gracia divina, así lo hizo. Lloré cuando vi que la Iglesia, llamada a ser madre, se desgarraba por el cisma tras su muerte. Pero nunca dejé de amarla con pasión ardiente y fiel.
Escritora sin letras, alma llena de sabiduría divina
Aunque no sabía escribir, dicté centenares de cartas, muchas dirigidas a los más altos dignatarios, otras a almas sencillas. Todo lo hice por obediencia al Señor que me urgía: “Ama a la Iglesia, y grita con mil lenguas: porque por haber callado, el mundo está podrido.” En mi obra El Diálogo, plasmé las confidencias que Dios me hizo sobre su misericordia, la verdad, el amor y el misterio de la Iglesia.
¿Qué puedo decirte hoy?
Cristo me mostró que el amor no puede quedar encerrado en uno mismo. Hoy, como entonces, los cristianos laicos están llamados a vivir su fe en medio del mundo, con compromiso y verdad, sin ceder al miedo o a la tibieza. Y vosotras, mujeres, recordad que en la Iglesia también os corresponde una voz que ilumine con ternura, sabiduría y valor los caminos del Señor.
La fe auténtica no huye del mundo, sino que lo transforma desde dentro. Todo parte de la experiencia profunda de Dios, aquilatada en el corazón y traducida en una entrega radical al prójimo.
Fui canonizada el 29 de junio de 1461. En 1970, el Papa Pablo VI me proclamó Doctora de la Iglesia —siendo mujer, sí, pero con alma llena de Dios. Y en 1999, san Juan Pablo II me nombró Patrona de Europa, porque mis lágrimas, oraciones y obras fueron vertidas por la Iglesia y su renovación.
“¡Basta de callar! Gritad con mil lenguas, porque por haber callado, el mundo está podrido.”
– Catalina de Siena
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